Señoría, no le entiendo

24/2/2017 | Elena Álvarez Mellado (eldiario.es, España)

Hace un par de semanas se presentó el Libro de estilo de la justicia, un proyecto impulsado por el CGPJ y la RAE que aborda la cuestión de la (falta de) claridad de los textos judiciales. Lejos de ser un asunto peregrino de interés para las altas esferas de la judicatura o lingüistas aficionados a los manuscritos polvorientos, la accesibilidad y claridad de los textos oficiales es un asunto fundamental que nos afecta en no pocos aspectos de nuestra vida.

Los textos judiciales resultan por lo general incomprensibles para el común de los mortales. Nada nuevo bajo el sol: quien más, quien menos, todos tenemos experiencia bregando con documentos oficiales que resultan imposibles de entender. Los informes médicos o las comunicaciones administrativas son otros de los sospechosos habituales, textos en los que la nomenclatura florida y el futuro de subjuntivo campan a sus anchas sembrando el caos y el desconcierto. Basta con echarle un ojo a los textos del BOE o de la declaración de la renta.

¿Pero no resulta perverso que la lengua en la que se redactan textos tan relevantes y trascendentes para las personas como son una resolución judicial, las indicaciones ante un procedimiento sanitario, una hipoteca o un contrato laboral resulte oscura cuando no directamente incomprensible para los destinatarios? Que el español de Góngora no sea apto para todos los públicos no es demasiado grave. Pero que los textos con los que la administración se comunica con la población resulten opacos o directamente incomprensibles es un problemón.

El Estado debería tener la obligación de comunicarse con los ciudadanos de una forma que resulte clara y comprensible para toda la población adulta, sea cual sea su extracción social, nivel cultural, diversidad funcional u origen geográfico. Es más: la claridad debería ser de cumplimiento obligatorio para todos los documentos públicos o privados que conlleven un compromiso importante sobre las personas, como son los contratos laborales, bancarios o las indicaciones sanitarias. La claridad no debería ser una opción dejada a la vocación pedagógica del funcionario o especialista de turno. No es admisible que la información sobre nuestros derechos o las obligaciones a las que nos comprometemos esté en mano de los iniciados.

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