21/10/2016 | Sergio Macías (Unión de Correctores, revista Deleátur)
La corrección de estilo es un oficio fascinante. Basta leer en la prensa un texto con errores para ver lo que ocasiona su relegamiento. Hay que ser entonces insensible para no batallar por la restitución de su importancia. La labor del corrector de estilo es tan valiosa que abruma oír a quienes la juzgan inocua, superflua, tan fácil que a cualquiera puede encomendársele…
«El corrector pone su oficio al servicio del escrito, igual que el relojero echa a andar nuevamente la maquinaria que da la hora y los minutos.»
La luz que irradia un texto pertenece al autor, sí, pero esa luz nos ilumina una vez que ha pasado por el arduo trabajo de edición, en el que se contrasta la veracidad de los datos, se elimina la información innecesaria, se libera el texto de las ataduras del error idiomático, de la falta de concordancia, del extravío del acento, del retruécano… La industria editorial olvida y el lector no sabe que un apasionado de la palabra estuvo ahí, en las calderas del galeón, en las galerías de las minas, encontrándole los tres pies al gato que persigue y anula a la rata, digo a la errata.
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