Se ha dicho que el idioma funda un espacio donde cobran forma las libertades.
Acaso esta virtud no sea atribuible tanto al idioma en sí como a la competencia del ciudadano que tiene la fortuna de dominar la expresión hablada y escrita, puesto que las libertades, fuera de los sujetos capaces de ejercerlas, son una mera abstracción, globo de chicle en la boca del tribuno con aspiraciones de mando.
Es inconcebible el tirano que no acapare la potestad exclusiva de la palabra. Ella es la que le permite instalar su voluntad en la conciencia de los sojuzgados e imponerles la identificación sin fisuras de su discurso con la verdad y la ley, claro está que con la contribución altamente persuasiva del látigo. Blas de Otero pedía la paz y la palabra en tiempos del dictador, consciente de que no tenía ni la una ni la otra, al menos en grado pleno.
Sabido es que el totalitario se afana por limitar el radio de acción de la crítica y por silenciar la disidencia. Necesita a toda costa intervenir conforme a sus intereses en la facultad que tiene la lengua de determinar el vínculo de los hombres con la realidad.
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