La invasión de los neologismos

3/1/2017  | Manu de Ordoñana (El Diario Vasco, España)

Hecho: El español es la lengua oficial de más de 20 países: Argentina, Bolivia (junto con el quechua y el aymara), Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Guinea Ecuatorial (junto con el francés), Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay (junto con el guaraní), Puerto Rico, Perú (junto con el quechua y el aymara), República Dominicana, Sahara Occidental (junto con el árabe), España (junto con el catalán, vasco y gallego), Uruguay, Venezuela.

Hecho: Junto con el árabe, chino, francés, inglés y ruso, el español es uno de los seis idiomas oficiales de la Organización de Naciones Unidas.

HechoTras el chino mandarín, es la lengua más hablada del mundo por el número de personas que la tienen como lengua materna (472 millones). Y la tercera, en Internet.

¿Por qué, entonces, el nuevo diccionario de la RAE ha retirado 1.350 términos antiguos que ya no se usan, pero ha admitido 5.000 nuevos, muchos de ellos procedentes del inglés? Pues, principalmente, por dos causas: porque el inglés es la lengua más usada en Internet (26,3 % del total), a pesar de ser la lengua materna de solo 375 millones de personas, y porque tiene el honor de utilizarse como lengua internacional de la ciencia, lo que da como consecuencia la inevitable importación de muchos términos de ese idioma a todos los demás, incluido el nuestro.

Y es aquí a donde queríamos llegar. Las palabras que no tienen equivalente en español (neologismos) son bienvenidas y necesarias para la evolución del idioma, pero la importación de vocablos para substituir palabras ya existentes sólo empobrece la lengua materna. Desde nuestro punto de vista, la Real Academia Española de la lengua debería tener algo que decir al respecto.

Hasta el momento, los criterios que los académicos han seguido para la incorporación de nuevos vocablos son básicamente dos: frecuencia de uso y tiempo de vigencia. El director del diccionario, Pedro Álvarez de Miranda lo explica así: “La Academia fija la gramática y la ortografía, las normas para hablar y escribir correctamente, pero no puede fijar el léxico. Las palabras no hay quien las gobierne porque los hablantes son los supremos soberanos. La Academia no es un policía que vigile el buen uso del lenguaje, sino que se ha de comportar como un notario que da fe y constata en acta ―en el Diccionario― lo que está ocurriendo y ya es común en la calle. Los académicos no se inventan nada”. No cabe duda de que el lenguaje es algo vivo, en continua evolución, pero alguien debe velar por el consenso, aun a riesgo de equivocarse.

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