La lengua española es exuberante en sus formas y evoluciona desde las entrañas mismas del pueblo, de donde emerge impura y va enriqueciéndose en la cotidianidad de la gente, hasta ser consagrada y aceptada en los estribos de la academia.
La lengua es dinámica, tiene vida propia, se decanta desde el amasijo de la muchedumbre y se desplaza entre los recovecos de las estructuras sociales que escriben y dicen a su manera lo que piensan y sienten, se acomoda a las circunstancias y a las necesidades de su uso. La lengua es del pueblo.
Más, cuando se tiene una visión pequeña del entorno o se quiere manipular la realidad, quienes escriben las leyes piensan que los pueblos cambian a la medida de cómo ellos redactan los textos legales: así, para hacer notar que su lucha es a favor de la igualdad de género -en contra de la discriminación y el sexismo- creen que es suficiente abolir de los cuerpos legales y de los textos oficiales el “masculino genérico” y entonces las constituciones y las leyes las abarrotan de “ellos y ellas” de “los revolucionarios y las revolucionarias”, “las extranjeras y los extranjeros”, “las consejeras y los consejeros”, “todas y todos”.
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