5/6/2020 | Judith González Ferrán (Fundéu BBVA)
En las lenguas hay un equilibrio que es bellísimo poder observar: el pulso oscilante entre los usos tradicionales que permiten que nos entendamos al usarlas y las novedades que irrumpen en su sistema y que, si se generalizan y no se censuran, las hacen cambiar.
El cambio lingüístico es tan antiguo como las propias lenguas, pero su estudio nunca ha sido sencillo. Este hecho condiciona nuestra percepción de las lenguas y contribuye a dar una pátina de homogeneidad que muchas veces no existe.
Es fácil creer, por ejemplo, que todo el latín que la humanidad conoció en el vasto imperio romano era como el latín clásico, una lengua erudita que ha llegado hasta nosotros en un registro literario cuidadosamente seleccionado por las grandes plumas de la antigüedad. Sin embargo, junto a él existió el latín que se hablaba en las termas, entre amigos, en las calles y en los mercados, y que apenas conservamos en algunos epitafios o en los grafitis de Pompeya.
Ralph Penny, en su Gramática histórica del español, señala: «Esta lengua contemporánea latina no es uniforme, pero tampoco lo fue nunca el latín. Todos los idiomas presentan variedades —y el de Roma no pudo ser una excepción— desde tres ángulos: diatópicamente (en el espacio), diacrónicamente (en el tiempo) y sociológicamente (en un mismo lugar y tiempo, a causa de la diferente edad, sexo, educación, ocupación, etc.). La variación es inherente incluso al propio individuo, por cuanto dispone de diversos registros que le permiten adaptar su expresión a las distintas situaciones. El hecho de que generalmente carezcamos de la oportunidad de observar tales variaciones en el latín no debe hacernos creer que hace 2000 años era esta una modalidad homogénea».
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