28/6/2024 | Francisco Molina Díaz (The Conversation)
Son frecuentes, sobre todo cuando hay cambios en el diccionario, las críticas a la Real Academia Española por xenófoba, racista, antisemita, machista, homófoba, misógina y cualquier otra acusación de incitación al odio o rechazo a un colectivo. Suele imputársele incluir acepciones ofensivas a la dignidad.
Quizás esta acusación surja por la extendida costumbre de no leer los prólogos, preámbulos, introducciones, avisos y advertencias que preceden a los diccionarios. Precisamente, en el preámbulo de la última edición del diccionario académico, la del Tricentenario, se afirma:
“La corporación […] procura aquilatar al máximo las definiciones para que no resulten gratuitamente sesgadas u ofensivas, pero no siempre puede responder a algunas propuestas de supresión, pues los sentidos implicados han estado hasta hace poco o siguen estando perfectamente vigentes en la comunidad social”.
¿Sería adecuado eliminarlos para que nadie hable de ellos y, así, evitar usarlos? El preámbulo del Diccionario de la lengua española responde:
“Del mismo modo que la lengua sirve a muchos propósitos, incluidos algunos encaminados a la descalificación del prójimo o de sus conductas, refleja creencias y percepciones que han estado y en alguna medida siguen estando presentes en la colectividad. Naturalmente, al plasmarlas en un diccionario el lexicógrafo está haciendo un ejercicio de veracidad, está reflejando usos lingüísticos efectivos, pero no está incitando a nadie a ninguna descalificación ni presta su aquiescencia a las creencias o percepciones correspondientes”.
El diccionario no es la obra moral que prescribe qué palabras usar; no es un catecismo, ni un libro de buenas maneras, aunque la Academia, en el mismo preámbulo , reconoce que “existe la ingenua pretensión de que el diccionario pueda utilizarse para alterar la realidad”. El diccionario refleja la sociedad que emplea la lengua, sus virtudes y sus vicios, sus bondades y maldades, y sus cambios.
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