25/9/2021 | Enrique R. Soriano Valencia (Zona Franca, México)
Los odios y amores en el idioma tienen múltiples modalidades y existen desde tiempos inmemorables. Actualmente, se manifiesta en esta rebatinga del lenguaje inclusivo: si está bien su admisión, si no; si es sexista, si no lo es porque es patriarcal; si es mejor el desdoblamiento (mexicanas y mexicanos) que el uso de la vocal e (presuntamente porque la terminación en a es femenina y la terminación en o es masculina) o mejor el símbolo @ (que presuntamente presenta los dos géneros). Cada una de esas corrientes tienen sus defensores y detractores.
Pero también hay amores y odios en el idioma por las palabras para ofender o para halagar (curiosamente hay más palabras para provocar ira, que para manifestar filiación; pero en compensación hay más palabras con carga positiva que negativa).
También los sinsabores se presentan en la evolución del idioma. Por una parte están los defensores acérrimos del estatismo y, por la otra, quienes incorporan voces y modalidades sin ton ni son. En los primeros están los que se escandalizan por las nuevas incorporaciones al Diccionario de la lengua española, DLE (como ‘chido’, ‘güey’, ‘abusado’, ‘normatividad’, ‘escrache’, ‘checar’, etc.) y los que se niegan a dejar sin acento gráfico al adverbio ‘solo’ o a los pronombres demostrativos (ese, esa, este, esta, aquel, aquello y sus plurales). En el segundo grupo están los que se dan vuelo con formas extremadamente singulares o extranjerismos (puchar, en vez de empujar; troca, en vez de camioneta).
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