Las onomatopeyas son palabras creadas de oído. Quizás los idiomas nacieron de ellas, gracias a los sonidos que evocaban el viento, los truenos o los animales.
Usamos dos tipos de onomatopeyas (del griego onomatopoiía): las que se forman con un significado concreto a partir de una percepción sonora relacionada con él (por ejemplo, murmullo, tintineo, tiritar…) y las que intentan reproducirlo: («el puente hizo catacrac», «ya oigo el tictac», «ay, qué vaca tan salada, tolón tolón»).
El español dispone de onomatopeyas hermosísimas. En el mundo de los sonidos suaves decimos susurro, cuchichear, bisbiseo…; y en el de los ruidos, estruendo, rugir, traqueteo, carraca, roncar, rasgar, bomba… Las letras de nuestro alfabeto se acercan a esos sonidos de forma lo suficientemente aproximada como para que entendamos de qué vibración sonora se trata, aunque no puedan reproducirlos con exactitud.
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