En defensa de la corrección: es una cuestión educativa, no de soberbia

4/10/2019 | Paulina Chavira (Archiletras, España)

«Eres una grammar nazi«. «Me da miedo escribirte, mejor te envío una nota de voz». «Deja de ser una talibana de la lengua». Estas tres frases las escucho con mayor frecuencia de la que me gustaría y confieso que no me agradan. En principio, no busco la aniquilación de nadie que no tilde una mayúscula; tampoco azoto con el látigo de mi desprecio a quienes siguen acentuando ‘guion’; no quiero decapitar a quienes acentúan ‘ti’. Sí, noto todos estos errores y, si no me han pedido mi opinión, no digo nada al respecto; a menos que la equivocación pueda tener una repercusión en el entendimiento o en perpetuar un error.

Revisar y corregir los escritos de otras personas es mi trabajo. Un trabajo que me emociona y apasiona; que siempre hago con respeto y sin la intención de demeritar el esfuerzo de nadie. Aunque la labor de los correctores de textos (un control de calidad —como Antonio Martín escribió en estas mismas páginas—, cuyo objetivo es que el mensaje que se quiere transmitir llegue tan claro y nítido como sea posible) es poco conocida, lo es también que la lengua evoluciona y está en cambio constante. Justo es ahí en donde radica la belleza del español —y de cualquier lengua—: en esa adaptación y reflejo de la realidad que vivimos. Quizá si desde un inicio conociéramos y estuviéramos conscientes de esta capacidad de la lengua, nuestra relación con las ‘normas’ sería más amable y menos temerosa, quizá así nos sabríamos verdaderos dueños del idioma.

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