A la eñe soñada: un elogio a la enseña de la lengua española

| Gabriel Mármol (Letralia, Venezuela)

La letra eñe con su armiño nos guiña de lejos para que añoremos las extrañas mañanas de antaño, cuando el leñador Ureña nos enseñaba a bruñir los travesaños apiñados en los peldaños de su cabaña en Logroño, doña Mariño a teñir los paños de añil en Ocaña, monseñor Umaña a tañer con cariño las castañuelas en Ibáñez, la señora Cedeño a quitarle con la uña del meñique las liñas de su moño para diñárselas a su cuñada Núñez en Cerdeña, y el compañero Carreño a escudriñar con maña la viña del trigueño Ordóñez.

Entrañable fue esa letra con corpiño en los años en que la cizaña señalaba un peñasco coronado por un cermeño cerca del río Marañón, donde ceñíamos con leños color roña las montañas de piñones de pequeño tamaño, duros como nueces ferreñas, que apañábamos como arañas bajo un cielo enfurruñado en la campiña del ñato Villafañe, un gañán dueño de añejos puños oriundo de Rumiñahui y que, por añadidura, hacía plañir a los ñoños tacaños después de engañarlos a punta de triquiñuelas hasta volverlos añicos.

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